La “revolución” digital, y, sobre todo, la generalización del uso de las pantallas como medio para relacionarnos con los demás y con nuestro entorno, ha traído un daño colateral del que se viene alertando en algunos ámbitos. Este “daño” al que nos referimos es el que afecta a nuestra memoria.
Todos somos conscientes, en mayor o menor medida, que desde la irrupción de las “pantallas” hemos perdido “memoria”. Actos cotidianos, como recordar un número de teléfono, una dirección, una clave de acceso, etc., han quedado relegados a un segundo plano desde hemos permitido que las pantallas, y en concreto, el teléfono móvil, ocupen un lugar central en nuestra vida. Seamos claros… hemos perdido “memoria”. Hemos relegado nuestra capacidad de recordar, nuestra memoria, al volumen de almacenaje de nuestro dispositivo móvil.
Y precisamente de la memoria queremos hablaros hoy. De la memoria profunda, aquella en la que se almacenan y arraigan los recuerdos que han dejado huella en nuestra vida. Recuerdos que apuntan a nuestras raíces, en los que encontramos razón de nuestra historia y de nuestro ser… Recuerdos en los que encontramos explicación a nuestra forma de entender el mundo que nos rodea y cómo nos relacionamos con él.
Porque una persona sin memoria, sin recuerdos, es una persona que tendrá dificultades a la hora de entender a dónde va, y sobre todo, cómo puede llegar hasta allí. En el pasado boletín hablábamos de la importancia de generar un ambiente en el que nuestras hijas puedan crecer y que seamos nosotros los que lideremos la creación de ese ambiente (en casa, en el colegio, etc.).
Ahora queremos cuestionarnos acerca de qué queremos transmitir a nuestras hijas en dicho ambiente, a fin de cuentas, qué queremos que alimente la memoria de nuestras hijas, de tal forma que, como todos nosotros, cuando recordamos nuestra historia, podamos encontrar aquellos recuerdos en los que se asientan los pilares de nuestra vida. El recuerdo de nuestros primeros pasos en la fe (probablemente con el día de nuestra Primera Comunión), del sabernos queridos por nuestros padres, del sentido de la amistad, de nuestros veranos con la familia y con los amigos, de nuestros abuelos… En todos esos recuerdos se nos hacen presentes personas, situaciones, eventos, en los que vamos viendo, con el paso de los años, no sólo nuestra historia, sino la de nuestra familia. ¿Qué recuerdos queremos que tengan nuestros hijos? ¿Queremos que sean recuerdos “temporales”, propios de la memoria inmediata y que desaparecen en poco tiempo o, por el contrario, queremos que se trate de esos recuerdos que arraigan en nuestra memoria profunda, que permanecen en nosotros?
Cultivemos así la memoria de nuestros hijos, ayudándoles a construir una vida llena de esos recuerdos “profundos”.