Educar no es adiestrar, sino ayudar a otro a que pueda libremente elegir lo bueno
¿Te preocupa la forma de hablar tus hijos? ¿Cómo se visten? ¿Qué ropa usan? ¿Cómo se comportan en la mesa? ¿Te parecen importantes los buenos modales?
Cuando uno se acerca a un grupo de jóvenes, incluso de niños, y escucha la conversación no puede dejar de notar la vulgaridad del lenguaje. Además de la pobreza del lenguaje, de la abundante utilización de palabras comodín, y de expresiones vulgares, es muy frecuente, tanto en chicos como chicas, el uso de insultos y expresiones malsonantes.
Impresión similar produce en muchas ocasiones la forma de vestir de nuestros jóvenes y no tan jóvenes. El afán de nuestro tiempo por la comodidad y la sensualidad, y las modas absurdas por las que nos dejamos arrastrar, provocan una dejadez en las formas de vestir que reflejan una falta de respeto o consideración hacia uno mismo. Se ha popularizado el uso de ropa rota, desgastada o con aspecto sucio. Un tipo de ropa que nuestros mayores nunca habrían usado, porque eran conscientes de que la forma de vestir respondía al respeto que tiene uno hacía sí mismo y hacia los demás. La persona tiene una dignidad que exige un respeto y eso afecta también a la forma en cómo nos mostramos a los demás.
Es también preocupante la pérdida del sentido del pudor en muchas de las modas contemporáneas y a las que, por el bien de nuestros hijos, debemos oponernos. El impudor es expresión de una falta de consideración hacia la propia intimidad y de respeto hacia una mismo. El impudor supone exponer nuestra intimidad a los demás de forma impropia y permitir a otros a acceder a ella de forma inadecuada. Además, formas de vestir impúdicas pueden ser causa de tentaciones para terceros.
Los adolescentes pasan largos ratos del día con su móvil, mostrándose a conocidos y desconocidos con posturas y movimientos sensuales que buscan la aprobación del público, y observando los de otros, amigos, conocidos o desconocidos.
Finalmente, un ámbito que se ha descuidado también en la forma de comportarse en la mesa. Materia que expresa de forma muy visible la capacidad de autodominio de la persona.
¿Tenemos fuerzas para abordar tantos frentes distintos? ¿Hemos claudicado por cansancio, pereza, dejadez o por no considerar todos estos aspectos relevantes? No se nos escapa que el fin de la educación es un fin muy alto y, por tanto, su gran complejidad. Educar no es adiestrar, sino ayudar a otro a que pueda libremente elegir lo bueno. Educar “consiste esencialmente en la formación del hombre tal cual debe ser y debe portarse en esta vida terrena para conseguir el fin sublime para el cual ha sido creado”[1]; “gozar de Dios, perfección infinita”[2]. Educar no es sino conducir a cada hombre para que viva con Cristo[3]. Esto hace que la única educación que realmente puede ayudar al hombre a alcanzar su verdadero fin sea la educación cristiana.
¿Por qué es tan importante que nuestros hijos puedan con su libertad elegir el bien, la verdad, el amor y la belleza? Porque para eso fueron creados libres por Dios, y en emplear su libertad para su verdadera finalidad residirá su plenitud. Cuando el hombre alcanza el fin para el que ha sido creado, alcanza su plenitud y, por tanto, la felicidad. Es mucho lo que está en juego.
Es fácil que, ante las dificultades, centremos nuestros esfuerzos en los aspectos que consideramos más importantes: nivel académico, idiomas, deporte, vida saludable, incluso formación cristiana… y olvidemos o demos menos relevancia a aspectos relacionados con la urbanidad o los buenos modales. Parecería que se puede educar bien sin ellos.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La educación del hombre es integral. El hombre es una unidad. Lo que hace que estas dimensiones, puede ayudar o dificultar el desarrollo pleno de la persona. El descuido de las normas básicas de educación fomenta la vulgaridad personal y social, aleja de la virtud. La vulgaridad aleja de la belleza, de lo bonito, de lo elevado, caminos seguros para encontrar lo bueno. La falta de urbanidad refleja una falta autodominio. Si somos conscientes de que la persona “sólo se encuentra a sí misma en la donación sincera de sí misma a los demás”[4] también lo somos de que es imposible que alguien se dé si no se tiene a sí mismo. El autodominio es imprescindible para la autodonación.
La educación de una persona consiste enseñarla a darse a los demás. Eso pasa por el ejercicio de la virtud que exige el autodominio de uno mismo. Pero el autodominio de uno mismo debe construirse desde la base, desde los cimientos. No es posible crecer en el desarrollo de las virtudes sino se hace desde abajo, fundamentando bien los aspectos más básicos de la conducta persona.
Exigir en nuestros hijos una adecuada forma de hablar, de vestir, de comportarse en la mesa es imprescindible para construir una persona sólida capaz de crecer en la virtud. Los defectos en lo que podríamos denominar virtudes menores lastran la posibilidad de crecimiento en las virtudes mayores. En la educación en la urbanidad no hay mejor instrumento que el ejemplo de los padres.
Esta excelencia en la urbanidad no sólo redundará en el bien personal de cada niño, tendrá también un impacto social. Una persona educada contribuye a crear entornos a su alrededor donde se fomenta el ejercicio de la virtud. Entornos donde por imitación y ejemplaridad se promueve el crecimiento persona de los demás. No olvidemos ni abandonemos la educación en la urbanidad. Nuestros hijos nos los agradecerán.
[1] Pío XI, “Divinus Illus Magistri”, 5
[2] Pío XI, “Divinus Illus Magistri”, 4
[3] Antonio Amado Fernández, La Educación Cristiana, 12. Ed. Scire Universitaria
[4] Gaudium et spes, 24