Cada vez que regalamos un juguete, estamos regalando mucho más que un entretenimiento. Estamos ofreciendo un mundo posible, una visión del ser humano, de la infancia, de la familia. En definitiva, estamos transmitiendo —consciente o inconscientemente— un conjunto de valores.
Por eso, como madres y padres, tenemos una gran oportunidad (y responsabilidad): educar en la belleza también a través de los juguetes.
Educar en la belleza a través del juego significa mostrarles aquello que refleja la dignidad de la persona, que despierta ternura, admiración, deseo de cuidado, imaginación limpia. Es enseñarles que lo bello no siempre es lo más vistoso ni lo más vendido, sino lo que refleja el bien y la verdad.
Un juguete que educa en la belleza es aquel que representa a las personas de forma amable, con respeto, sin exageraciones grotescas ni mensajes confusos sobre su cuerpo, su valor o su rol.
Algunos juguetes de hoy hablan más de lo que parece.
Hablan cuando muestran cuerpos estereotipados, hipersexualizados o irreales.
Hablan cuando imponen una ideología sobre el género, la identidad o la convivencia, como si fueran verdades absolutas e incuestionables.
Y lo hacen con dulzura, con colores atractivos, con anuncios bien diseñados. Pero tras esa fachada, muchas veces se esconde un relato que ataca silenciosamente los pilares sobre los que quisiéramos educar a nuestros hijos: la familia como lugar de amor fiel y gratuito, el respeto por la diferencia, la apertura a la trascendencia, el cuidado del otro.
Pero también hay juguetes que siembran. Que enseñan a esperar, a construir, a cuidar. Que representan la maternidad, la paternidad, la fraternidad. Que hacen presente el valor del trabajo, la belleza de la naturaleza o el asombro por lo creado. Que no sustituyen el juego simbólico por pantallas ni lo reducen a estímulos vacíos.
No es cuestión de volver al pasado ni de huir del presente. Es cuestión de ser conscientes y proponer con criterio. De atrevernos a decir “no” a lo que no construye, y a buscar —quizá con esfuerzo— aquello que sí vale la pena.
Así que, antes de envolver el próximo regalo, párate un momento y pregúntate:
- ¿Qué mundo estoy regalando a mi hijo o hija con este juguete?
- ¿Le ayuda a distinguir entre el bien y el mal, a reconocer la diferencia y a elegir lo que es bueno?
- ¿Qué imagen de la persona transmite?
- ¿Qué despierta en él o en ella: ternura o agresividad, deseo de cuidar o de dominar, admiración o confusión?
Educar en la belleza no es opcional. Es una necesidad profunda de nuestra época. Y comienza por los pequeños gestos, por esas cosas aparentemente “inocentes” que habitan el día a día de nuestros hijos.
Porque si queremos que mañana reconozcan y defiendan la belleza de la vida, de la familia, del amor verdadero, hoy debemos ayudarles a verla y a jugar con ella.