Llegan las vacaciones de verano (un tiempo de mayor o menor duración) que venimos asociando con el descanso y la “desconexión” (palabra esta que se está poniendo cada vez más de moda). Pero descansar y desconectar (entendiendo bien de qué desconectamos) no implican necesariamente que desaprovechemos las vacaciones y el descanso para hacer un cambio de actividad que nos ayude verdaderamente a crecer como matrimonio y familia.
Vacaciones no significa dejadez, no implica “no hacer nada”. De hecho, el periodo estival es una muy buena oportunidad para romper con el ritmo frenético de la vida cotidiana y buscar espacios y tiempos de descanso con otros, principalmente con la familia. Todos llegamos al final del curso “agotados”. Los más pequeños, tras terminar el periodo de exámenes y con la excitación propia de un verano plagado de actividades tremendamente apetecibles. Nosotros, porque el curso escolar también nos pasa cierta factura (organización familiar, apoyo en el estudio, etc.) y porque nuestro propio trabajo y tareas cotidianas nos agotan también. Y este agotamiento también se ve acentuado por el ritmo al que durante el curso afrontamos las diferentes actividades que ocupan nuestra agenda. Vamos de un lado a otro alocadamente, encajando eventos en nuestra agenda sin apenas tiempo para pararnos a disfrutar de un paseo o un momento de tranquilidad. Interminables listas de tareas que ordenan nuestro día y que al final de la jornada, generalmente, hacen que terminemos el día con una profunda sensación de frustración por no cumplir con todos los objetivos que nos hemos marcado.
Para ellos, que disponen de un periodo de vacaciones mucho más largo que el de los padres, será muy importante que elijamos correctamente a qué van a dedicar el tiempo de vacaciones, más allá del periodo de disfrute familiar. Para ello, cuando busquemos los campamentos, cursos de idiomas o cualquier tipo de actividad, no deberíamos guiarnos únicamente por los más “eficientes” o “aparentes”, sino por aquellos que también contribuyan a su crecimiento en los valores y virtudes que cultivamos tanto en casa como en el colegio. Porque como ya hemos apuntado alguna vez, “no todo vale”.
Para nosotros, los padres (y en cierta medida también para los menores), la llegada de las vacaciones supone, en primer lugar, un cambio de ritmo. La lista de actividades se ve algo reducida con el final del curso académico, y podemos “respirar”. Lo primero que tenemos que pararnos a pensar en este punto es: ¿qué voy a hacer con el tiempo de que dispongo? Tal vez nuestra primera inclinación, como consecuencia de este mundo hiper eficiente y “activista”, sea rellenar el tiempo libre que tengamos con más actividades. Alguna con más relevancia que otra, pero el “vacío” nos genera una cierta ansiedad y la necesidad inmediata de rellenar ese hueco con alguna actividad, porque no estamos habituados a no tener la agenda totalmente ocupada. Tal vez sea recomendable, pues, pararnos y pensar que a lo mejor, lo más sensato, es no hacer nada nuevo. Simplemente, bajar el ritmo y disponer de tiempo para hacer las cosas (lo que quiera que tengamos que hacer) con más calma.
Esta tranquilidad, el no ir corriendo de un lado para otro, abrirá la puerta a disponer de tiempo para poder contemplar nuestra vida y, por qué no, rezar y ponernos delante de Dios (quién mejor que Él para que nos ayude precisamente a contemplar nuestra vida). Y de esa contemplación, de esa oración, puede que nos demos cuenta de aquellas personas o cosas a las que realmente debemos dedicar tiempo. Nuestros seres queridos: los hijos, los padres, los amigos… a fin de cuentas, “el otro”.
Aprovechemos las vacaciones para pausar el ritmo de vida que llevamos, dando sentido no sólo a lo que hacemos, sino a cómo lo hacemos. Aprovechemos para restablecer nuestra relación (oración) con Dios, dejemos que tome Él la escena de nuestra vida y que nos ayude a contemplarla. Y desde ahí, aprovechemos estas vacaciones para hacer aquello que realmente nos lleva a un encuentro con el otro: con la familia, con los amigos, etc. Dediquemos tiempo al otro. No tiempo de calidad, como se nos dice continuamente, sino tiempo, presencia, encuentro.
Esforcémonos en evitar también todo aquello que nos “roba el tiempo” y que nos aleja de lo que es verdaderamente importante. Pantallas, televisión, series, videojuegos… ¿Por qué no fomentamos todo aquello que favorezca un encuentro con los demás? Paseos, actividades deportivas al aire libre, comidas con largas sobremesas… Y aprovechemos también para fomentar la lectura de textos y libros interesantes. La lectura es también una muy buena herramienta para poder pausar nuestro acelerado ritmo de vida.
No dudemos que plantearnos el periodo vacacional de esta forma repercutirá también en los hijos, a los que, consciente o inconscientemente, arrastramos a este ritmo frenético de actividad durante el curso, llegando muchos de ellos a verlo como normal.
Y finalmente, no olvidemos que Dios no se va de vacaciones. No nos tomemos nosotros vacaciones de Dios. Al contrario, esforcémonos por buscar ratos de oración y de diálogo con Él. No dejemos de frecuentar los Sacramentos (especialmente la Eucaristía y la Confesión) y hagámoslo también en familia.
