En el mes de Enero, tuvimos la suerte de que nos visitara en el colegio Enrique García-Máiquez [1] para hablarnos de la nobleza de espíritu o de la hidalguía del espíritu, como prefiere llamarla él, y de cómo educar a nuestros hijos en ella, sin olvidar que nosotros también estamos llamados a la hidalguía del espíritu.
Quizás pueda surgir la pregunta de si es propio del siglo XXI hablar de la hidalguía del espíritu. No cabe duda de que el concepto de la hidalguía del espíritu remite a épocas pretéritas que quizás algunos quieran considerar pasadas. Sin embargo, Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución, nos recuerda que “nada es más cierto que nuestras costumbres, nuestra civilización, y todas las buenas cosas que se relacionan con las costumbres y con la civilización en este europeo mundo nuestro, han dependido, durante siglos, de dos principios y han sido, de hecho, el resultado de la combinación de ambos: me refiero al espíritu caballeresco y al espíritu religioso”.
Nada de más actualidad, por tanto, que la hidalguía del espíritu si buscamos mantener todo lo bueno de la civilización europea. Una hidalguía del espíritu que remite a la caballería porque ésta, como nos recuerda Ramón Llull, “no se fija en la cantidad del número y ama la nobleza del corazón y de la buenas costumbres”. Estamos, por tanto, en un aspecto nuclear de la educación de nuestros hijos, conformar un corazón noble y ayudarles a que sepan apreciar las buenas costumbres.
En este proceso educativo Enrique García-Maiquez nos ayuda con una serie de consejos, pero primero es necesario definir la hidalguía del espíritu y para ello tira de Dante que en su Divina comedia nos invita a “considerad vuestra estirpe y nacimiento, no fuisteis hechos para vivir como brutos, mas por seguir la virtud y el conocimiento.” He aquí un proyecto de vida: vivir buscando la virtud (que no es otra cosa que vivir sirviendo) y la verdad (a quién servir).
Enrique en su exposición de una manera admirable fue poniendo patas a cada uno estos elementos de la hidalguía del espíritu:
“Considerad vuestra estirpe y nacimiento”.
Qué bueno es para cualquier persona sentirse en primer lugar miembro de una familia, de una historia. No estamos solos en el mundo, venimos a él en una familia. Hemos recibido una herencia moral, somos herederos de una historia familiar, de una tradición familiar. Saber que venimos de otros, que estamos aquí gracias a otros tiene que movernos a la gratitud, a vivir agradecidos. Toda familia tiene motivos para sentirse orgullosa de sus antepasados.
Para vivir este orgullo es importante hacer presentes a nuestros hijos sus antepasados. ¿Cómo? mediante fotos, enseñándoles sus nombres, haciendo un árbol genealógico familiar, contándoles sus historias, qué cosas hicieron, qué les gustaba, sacando los parecidos de ellos y sus antepasados, … En este punto es muy importante descubrir la herencia moral que nos han dejado (quizás un abuelo destaca por su honestidad, un bisabuelo por su fortaleza, una abuela por su generosidad, otra por su magnanimidad, ….) y hacer de ella, incluso también del aspecto físico, defectos incluidos, un motivo de pertenencia y orgullo familiar. Que nuestra forma de ser y vivir nos ayude a remitirnos a nuestros mayores, a sentir que somos parte de algo que nos precede y nos transciende.
Colaborar por mantener tradiciones familiares como puedan ser festejos propios de la familia, formas de hacer, costumbres, platos típicos en la familia, etc.
En este punto nos recomendaba fomentar el amor a la familia, con la que compartimos la historia presente, incluida la familia política. Qué importante mantener el contacto con la familia amplia – hoy hay una tendencia reduccionista a vivir en la familia nuclear, padres e hijos – abuelos, primos (hermanos, segundos, terceros,…). ¡Qué agradables esos encuentro familiares de todos los descendientes del tatarabuelo! que hacen algunas familias. Festejar, festejar mucho, porque la fiesta es excusa para reunirse y abrir esos festejos a la familia amplia (abuelos, primos, tíos) ayuda a crear vinculo, unión, amor en la familia. Familias fuertes y unidas son semillero de hijos fuertes, seguros, generosos.
En este hacerse consciente de la dignidad propia, recibida, ayuda mucho que las familias tengan normas propias y los hijos sean consciente de ello (los Fernández hacemos las cosa así, esto no se hace en casa de los Rupérez, los Jiménez no vamos a tal lugar, etc.). Transmitir esta “soberanía familiar” ayuda a que entiendan que, si bien es necesario respetar a la autoridad o la jerarquía, también somos soberanos de nuestra vida. En la consolidación de la “soberanía familiar” es muy útil saltarse determinadas normas con nuestros hijos y explicarles por qué lo hacemos.
“No fuisteis hechos para vivir como brutos”
Nuestra historia familiar, nuestras antepasados, nuestra herencia moral nos impulsa a vivir la vida para cosas grandes. No para pasar sin más como los animales. Hay que ayudar a nuestros hijos a concebir la vida como una historia en la que cada uno de ellos es el protagonista. Una historia en la que necesariamente, como en toda aventura habrá problemas y a nuestro protagonista le toca asumirlos y enfrentarlos.
Para inculcar este ideal Enrique nos recomienda la lectura. La literatura es maestra inigualable para que aprendamos que en la vida no todo es color de rosa, que toda aventura supone riesgo y que ese riesgo se asume y gestiona. Toda aquella literatura que nos muestra ejemplos de vida que afrontan la crudeza del día a día es un recurso magnífico para ayudar a nuestros hijos a entender que deben ser los protagonistas de su vida, que su vida cada uno de ello debe llevar las riendas, que son ellos los que escriben su vida y no viven al dictado de otros. Es importante buscar buenos libros para nuestros hijos, además de fomentarles el hábito de la lectura. Aquel que lee aprende a entender e interpretar la vida y obtiene criterio propio.
Unos protagonistas que no se conforman con la mediocridad, sino que persiguen ser la mejor versión de ellos mismos. Para ello Enrique nos anima a fomentar en nuestros hijos el entusiasmo y la ingenuidad. El entusiasmo exige que nos ayuden a ver lo positivo de la vida, a saberlo identificar y a disfrutarlo por pequeño que sea. La vida austera, al margen de las modas, enseña a apreciar lo pequeño y a disfrutar con poco. Prepara para el entusiasmo.
La ingenuidad, no confundir con la indolencia o la falta de realismo, nos invita a no centrarnos en la parte mala del mundo, a vivir mirando hacia arriba. A descubrir en cada persona la dignidad que tiene y tratarle conforme a ella. A vivir tratando de ennoblecernos y ennoblecer a los demás. La ingenuidad requiere que nos pongan alas más que nos las corten. Esto se consigue haciendo ver a nuestros hijos que confiamos en ellos, que tenemos seguridad en que sabrán hacer las cosas, alabando sus virtudes y habilidades para que sean conscientes de ellas, mostrándoles sus defectos como oportunidades de mejora, permitiendo que asuman responsabilidades y haciéndoles ver que siempre puede contar con nosotros, que no están solos.
Todo esto no sólo para no vivir como brutos sino para vivir intentando ser la mejor versión de ellos/nosotros mismos, para lo cual es necesario vivir buscar la virtud y la verdad.
“Mas por seguir la virtud y el conocimiento (la verdad)”
Hablar de virtud ha sido siempre sinónimo de nobleza. Noble es el que pone la virtud por delante del poder, de la utilidad y hasta del honor. Para entender esto nuestros hijos deben comprender que la verdadera riqueza que han recibido es haber sido engendrados, les (nos) han regalado la vida. Y la única forma de preservar y aumentar esa riqueza es viviendo como la mejor versión de nosotros mismos. Esa es la verdadera riqueza.
Desarrollar esta riqueza consiste en adquirir virtudes ¿cuáles? Todas, nos propone Enrique, desde las grandes a las pequeñas. Pero para evitar hacer un catálogo de virtudes a adquirir nos quedamos con la sentencia de Álvaro d´Ors sobre la valía: “Vales si amas, amas si sirves, sirves si vales”. En resumen, educar a nuestros hijos en las virtudes se concreta en enseñarles a llevar una vida de servicio.
De servicio también a la verdad, a la que servimos buscándola y conociéndola y siendo personas veraces. Tenemos que enseñar a nuestros hijos a cumplir con la palabra dada, a que en su vida la palabra dada tenga el valor de un contrato.
He aquí la tarea, quizás la tarea más importante que nos toca como padres, a la que nos invita Enrique García-Máiquez. Una tarea que, sin embargo, no podremos llevar a cabo si los padres no vivimos la hidalguía del espíritu. Porque la mejor manera de educar en la “hidalguía de espíritu” es el ejemplo.
Que nosotros y nuestros hijos podamos decir: “Tu tuviste un padre, que tu hijo pueda decir lo mismo”, porque la hidalguía no es solo agradecimiento, sino que se convierte en exigencia.
[1] Este artículo no es más que una breve e incompleta reseña sobre la conferencia que dio en el colegio y su libro “Ejecutoria, una hidalguía del espíritu”